
A las ocho de la noche, Juana Suárez estaba sentada en el rincón más oscuro de una habitación de ladrillo visto, pegada a una vela que apenas resistía al viento que se colaba por la rendija de una ventana sin vidrios. Esa noche, sus tres hijos se habían dormido llorando. Tenían hambre, frío y cinco años viviendo así.
Las monedas del día no alcanzaron para pan, ni para arroz y ni siquiera para fingir una sopa. Ella, que a sus 19 años ya sabía lo que era caminar kilómetros bajo el sol vendiendo refrescos, ya no quería más respuestas de Dios. Esa tarde había conseguido un sobre de raticida. Mezclarlo con leche parecía el método más limpio. Pensó en una pistola, pero no tenía acceso a ninguna. Pensó en dejar una carta. La escribió. Y fue esa carta —no un milagro— la que la salvó.
Una tía la leyó, la confrontó, le habló de fe, de trabajo, de que todo pasaría. Y Juana, que ya había dejado de preguntarse “por qué”, dejó el veneno a un lado.
Su infancia no fue un lugar seguro
Antes del hambre y la leche envenenada, estuvo la infancia. También ahí dolía, distinto, pero dolía. La casa de su madre, Jacinta Sosa, estaba a cinco cuadras de la plaza de Montero. Allí, después de cinco hijos con su primer esposo, Jacinta se enamoró de otro hombre. Nació Juana, y luego César y Juan.
—Algunos de mis hermanos mayores nos odian. Nos llaman bastardos.
La relación del padre y la madre de Juana no duró. Su padre Eduardo Suárez, que vivía en Santa Cruz, (50 kilómetros de Montero), tres hijos después, se marchó. Jacinta dijo que fue culpa de ellos. Para castigarlos, los hacía dormir en la calle. Cuando Eduardo intentaba visitarlos, Jacinta lo echaba y tampoco dejaba que vea a Juana y sus hermanos.
A Jacinta el alcohol no la hacía más blanda. Juan fue entregado a la abuela. César y Juana se cuidaban como podían. Vendían caramelos, chicles, cigarrillos.
—Mi madre me decía que no servía ni para puta —cuenta Juana, con una serenidad que estremece—. Nos turnábamos para vender. En las fiestas ganábamos más. Uno dormía y el otro vendía. Así era.
La adolescencia tampoco fue refugio
El amor llegó con la adolescencia. Pero no duró. Su madre prohibió la relación. En un desliz, Juana quedó embarazada a los 16 años. Su hija fue señalada antes de aprender a hablar.
—Mi madre decía: “¿Qué va a decir la gente.? Es una vergüenza”. Yo solo veía a mi hija y sentía amor.
Para cubrir el escándalo, Jacinta buscó a un hombre. Uno casado. Que hiciera de padre. Juana lo rechazó, pero su madre se quedó con su nieta. No podía vivir sin ella y tuvo que aceptar la imposición de Jacinta. Años después tuvo dos hijos con ese hombre.
—Intenté abortar al último, pero no quiso salir.
Él la golpeaba. La ahorcó dos veces. La dejó con cicatrices. Cuando Juana fue operada de la vesícula, la dejó sola en la clínica. Se fue con el dinero. En 2009, aún no existía la Ley 348. Cuando llegó, no sirvió de mucho. Las denuncias en su pueblo eran 50 por día. Y muchas mujeres, como ella, volvían a sus agresores.
En 2025, 19 mujeres murieron víctimas de feminicidio en los primeros tres meses del año. En 2024, fueron 84. Los métodos de muerte son espeluznantes: apuñalamientos, ahorcamientos, golpizas. “Misoginia y desprecio por la vida de las mujeres”, repite el Observatorio de Género.
Una tienda. Un respiro. Una ilusión.
La madre, Jacinta, por primera vez en su vida tuvo un gesto bueno con Juana. Le cedió su puesto de venta de coca en el mercado. Juana trabajaba desde temprano hasta la medianoche. La vida comenzó a cambiar. Con las ganancias, se compró una moto y después un auto. Además Levantó dos habitaciones en la casa de su madre.
—Dejé que Fernando se quedará con los niños. Pensaba que al menos así no estarían solos. Pero él salía y los dejaba abandonados. Muchas veces lo encontré con otras mujeres. Me chocó la moto, el auto y me gastó la plata.
La violencia siguió. Durante diez años. Hasta que Juana dijo basta. Pensó en vivir sola con sus hijos, tener su casita, pero la vida tenía más planes.
Tercer golpe: el amor que no vuelve
En medio de la separación, los hijos eligieron irse con su padre. O, mejor dicho, con la abuela paterna. Juana sintió que se partía. No pudo verlos. Ellos no querían verla. Uno de sus hijos pasó junto a ella en el mercado y la ignoró. No pudo soportar eso y se fue a Chile.
Es 8 de julio de 2024, Juana está sentada en su tienda. La misma sonrisa que no le arrebataron ni el hambre ni los golpes la acompaña mientras carga a un bebé de cuatro meses. Su tienda huele a café y coca machucada. Es mediodía. “Vamos a almorzar, hijos”, dice.
Alrededor de la mesa están sus cuatro hijos. Si cuatro, Juana se enamoró y fruto de su última relación nació Alex, que se encuentra feliz en los brazos de su hermana mayor, que ahora estudia Ingeniería Industrial. El de 15 parece ajeno a todo trauma. El de 13, más alto que su hermano mayor, todavía menciona, con voz apagada, que su padre sigue bebiendo.
—Anoche tomó con mi tío —dice.
Juana escucha y sabe que no hay marcha atrás, pero también sabe que el presente le da una tregua.
—Cuando supieron que tuve a su hermanito, empezaron a hablarme otra vez. Tal vez pensaron que me iba a olvidar de ellos. Pero no. Yo regresé por ellos.
Silvia Navia, vendedora del mercado, amiga desde hace 15 años, lo dice sin dudar:
—Ella es una buena chica. Su mamá, en cambio, no. Cuando se fue a Chile decía que su hija era una estafadora. Pero yo la llamaba y siempre la apoyaba como ahora en este su nuevo comienzo.
A las seis de la tarde, Juana guarda las cosas, compra pan y se va a casa. Allí vive con su madre.
—Es especial con la comida —dice, bajando la voz.
A pesar de todo, es mi madre.
Juana nunca tuvo quien la protegiera. Pero ella protege a sus hijos, su dignidad y su bienestar. En sus brazos, Alex —el bebé— duerme. Tiene cinco meses. Su existencia es la confirmación de que la esperanza, a veces, llega tarde, pero llega.
La leche envenenada quedó lejos. También el hambre. También el silencio. Lo que queda es ella y eso es suficiente.







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